Ronda en la noche del exilio

Quinto experimento 9'24"

De vuelta de nuevo en el laboratorio, siente que algo ha cambiado. El director del campo está allí. Los científicos preparan nuevas inyecciones para estabilizar las sesiones. Ahora quieren que viaje sólo a través de un fragmento concreto, hasta el origen del mismo, y que intente traer algún objeto de vuelta al presente. Pero las emociones de sus viajes previos se han entrelazado con la melodía de su infancia creando afinidades nuevas para él, como raíces luminiscentes bajo el agua. Cuando le inyectan el recuerdo sonoro del director, su mente lo rechaza. Siente sus huesos contraerse, pero un latido anterior le abre una salida, oye voces que parecen llamarle desde otro tiempo. Recuerda el estrecho, la tormenta de arena, de agua, siente su cuerpo flotando en la superficie. La luz calienta sus párpados, flota. Escucha una voz dulce. Una pequeña mujer sefardí con cara de luna está cantando mientras le mira, su nombre es Flora Benamol. Está cantando un romance de bodas del siglo XIV, sus versos han ido macerándose en la memoria y el canto de la comunidad sefardí de Marruecos que luego también pasó a Gibraltar, desde que los expulsaron de la península en 1942. La voz de Flora es ahora la suya también.

Por variaciones en la presión de su oído, siente que los científicos van detrás de su nuevo presente. Está en Ronda, ha llegado por las rutas de contrabando desde el peñón de Gibraltar, como la serrana que comienza a sentir tocar en sus manos. Su nombre es Silverio Franconetti, fue sastre, su padre era romano y jefe de la guardia valona, flamenca, en los países bajos. Toca la guitarra caminando por los caminos de madrugada, su compañero de éxodo, Mahmoud Guinia, trae sonando desde Tetuán unas qraqeb (en árabe, قراقب), unos crótalos de su cofradía Gnawa, dice que suenan como los grilletes que llevaban sus antepasados, gnawi, término bereber relacionado con el color oscuro de la piel. Oyen un grito arriba en el cerro, un Irrintzi en las voces de pastores vascos. Según los cronistas de la edad media los gritos prolongados de los montañeses atemorizaban a los musulmanes, pero su sonido es el mismo que el de las mujeres bereber del Alto Atlas cuando preparan el ritual de la boda. La piedra de la sierra de Ronda parece la de los montes vascos (Euskal Mendiak) y la del Alto Atlas, la misma piedra, la misma noche.

Se sientan al fuego junto a otros caminantes, su guitarra se torna violín de pie sobre sus rodillas. Le conocen como Mohamed Tahar Fergani, de Constantina, no la de la sierra Norte de Sevilla, sino la Argelina, y su violín entona un Ma'luf (en árabe مألوف), música clásica Argelina de origen andalusí. Transculturación a lomos del éxodo y la diáspora. Las voces y las melodías ya no le atraviesan, es capaz de experimentarlas como un otro cercano y familiar. En torno al fuego, Solekha, de Alhucemas, canta en Tarifit, y Francisca Gaviño canta y reparte aceitunas de Bormujos en torno a las ascuas.

Su violín comienza a entonar música Arvanita, se aviva el fuego, su memoria es la de Giorgos Papasideris (Γιώργος Παπασιδέρης) de la Isla de Salamina. Canta recordando a los pobladores que se se trasladaron a Grecia desde Arvana (Άρβανα) en Albania. Cantan y las frecuencias de la rondeña, del fandango, vibran en el cielo como una ronda nocturna celeste, marcando su camino.

Los científicos no han podido extraerlo del flujo sonoro, su cuerpo habita otro presente. sigue leyendo...


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