Un museo de arena en el desierto

Cuarto experimento 12'48"

Sobre el décimo día, se encuentra en un museo repleto de objetos extraños, instrumentos musicales de culturas impenetrables. Un sonido gastado le ha llevado hasta allí, proviene de un cilindro de un material ceroso que gira delante suya en una extraña máquina, con cada vuelta de la aguja suelta arena. Le cubre los pies, cubre todo el suelo del museo. La arena se desplaza con cada ciclo del cilindro, como una marea mecánica que va subiendo inexorablemente. Ahora tiene más control de la técnica del experimento; puede moverse por el edificio y sus estancias bajo la luz que cae por un gran lucernario derruido.

Sentada en una silla hay una anciana, su nombre es Thérèse Rivière, ¿dónde estamos? le pregunta. En un psiquiátrico, responde. Ella acepta sin preocupación el comportamiento de este viajero que va y viene, existe, habla, le sonríe, está en silencio, la escucha y desaparece. La arena del suelo cambia y palpita como si el museo fuera el archivo de su memoria, los recuerdos de una etnóloga francesa. Estamos en el Aurés, una extensión de la cordillera del Atlas en un estado colonial llamado Argelia, el lugar donde históricamente los bereberes resistieron contra los romanos, vándalos, bizantinos y árabes. Hay fotos en el museo de mujeres bereber sin velo, hechas por un oficial del ejército francés a sus prisioneras en 1960, una se parece a Thérèse. Mientras ella mira hacia el lucernario, suena un Maqam Sigah (del persa se-gāh سه + گاه = سه‌گاه "tercer lugar") muy usado por los judíos de oriente medio para sus cantilenas (en hebreo: טעמים). Thérèse baja la vista, mira al visitante y le dice: “Que las aguas se reúnan en un solo lugar”» (Libro del Génesis 1:9).

Sobre el Maqam, un canto se superpone. Un ritmo agudo que tira de él hacia arriba como un castillo humano, una torre religiosa secularizada a lo largo del levante peninsular. Más allá de la cúpula del museo ve la mezquita de Jezzar Pasha (en árabe: جامع جزار باشا) levantada por Ahmad Pasha el-Jazzar, célebre por derrotar a Napoleón, y hecha de piedras de otras ciudades. Comienza a tararear una canción en una lengua desconocida para él. Sus pies se elevan sobre olas de arena, recuerda, su nombre es Abdellatif, y la lengua es Tarifit, la de su madre, Amazigh (en lengua bereber ⴰⵎⴰⵣⵉⵖ)) de las montañas del Riff. Bajo el techo del museo siente como muy lejos, en Jerusalén en 1967, Sebag Yehuda, grabado por un hombre bengalí, toca el laúd y canta en memoria de Andalucía.

A través del lucernario sale al desierto, dejando el museo bajo la duna. Ya arriba, observa cómo se desparraman objetos e instrumentos de todo tipo en la duna, un accidente de recuerdos. Con un descenso brusco de frecuencias graves siente como sus manos comienzan a majar en el Mehbash, el mortero de café de los Beduinos de Siria. Un pulso continuo y acelerado se enreda con nuevas frecuencias graves del Sintir de los esclavos subsaharianos, aplificándose mutuamente y sumándose a las vibraciones del cilindro de cera en el subsuelo de la duna. Se empieza a producir la licuefacción de suelo. El desierto empieza a adquirir la consistencia de un líquido pesado. Al ritmo del Mehbash, el desierto engulle y acoge, con la hospitalidad irreversible del tiempo, todo lo que antes flotaba en la arena. El museo se revuelve para desaparecer junto a cientos de tubos plegados del órgano de la catedral de Sevilla con un amasijo de frecuencias y tonos. Mientras gira con la arena como un derviche giróvago, distingue entre las polifonías lejanas unas palabras: “No soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán. No soy del Este, ni del Oeste, ni de la tierra, ni del mar”.

El desierto le engulle y retorna al subsuelo del presente. sigue leyendo...


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